En un campo de concentración vivía un prisionero que, pese a estar sentenciado a muerte, estaba alegre. Un día apareció en la explanada tocando su guitarra, y una gran multitud se arremolinó en torno a él para escuchar porque, bajo el hechizo de la música, los que le oían se veían, como él, libres de miedo. Cuando las autoridades de la prisión lo vieron, le prohibieron volver a tocar. Pero al día siguiente allí estaba de nuevo, cantando y tocando su guitarra, rodeado de una multitud. Los guardianes le cortaron los dedos, pero él, una vez más, se puso a cantar su música con las manos cor-tadas. Esta vez la gente aplaudía entusiasmada. Los guardianes volvieron a llevárselo a rastras y detrozaron su guitarra.
Sin embargo, al otro día, de nuevo estaba cantando con toda su alma. ¡Y qué forma tan pura y tan inspirada de cantar! Toda la gente se puso a corearle y, mientras duró el cántico, sus corazones se hicieron tan puros como el suyo, y sus espíritus igualmente invencibles. Los guardianes estaban tan enojados que le arrancaron la lengua. Sobre el campo de concentración cayó un espeso silencio, algo indefinible; por fin, para asombro de todos, al día siguiente estaba allí de nuevo el cantor lleno de alegría, balanceándose y danzando a los sones de una silenciosa música que sólo él podía oir. Y al poco tiempo todo el mundo estaba alzando sus manos y danzando en torno a su sangrante y destrozada figura, mientras los guardianes se habían quedado inmovilizados y no salían de su estupor.