Por Eduardo Galeano
A la mañana siguiente pasaron por allí unos arrieros y encontraron al maestro Figueredo cubierto de moretones y de sangre. Estaba vivo, pero en muy mal estado. Casi no podía hablar. Hizo un increíble esfuerzo y llegó a balbucir con unos labios entumecidos e hincha-dos:
- "Me robaron las mulas".
Volvió a hundirse en un silencio que dolía y, tras una larga pausa, logró empujar hacia sus labios destrozados una nueva queja:
- "Me robaron el arpa".
Al rato, y cuando parecía que ya no iba a decir nada más, empezó a reir. Era una risa profunda y fresca que inexplicablemente salía de ese rostro desollado. Y, en medio de la risa, el maestro Figueredo logró decir:
- ¡Pero no me robaron la música!
A la mañana siguiente pasaron por allí unos arrieros y encontraron al maestro Figueredo cubierto de moretones y de sangre. Estaba vivo, pero en muy mal estado. Casi no podía hablar. Hizo un increíble esfuerzo y llegó a balbucir con unos labios entumecidos e hincha-dos:
- "Me robaron las mulas".
Volvió a hundirse en un silencio que dolía y, tras una larga pausa, logró empujar hacia sus labios destrozados una nueva queja:
- "Me robaron el arpa".
Al rato, y cuando parecía que ya no iba a decir nada más, empezó a reir. Era una risa profunda y fresca que inexplicablemente salía de ese rostro desollado. Y, en medio de la risa, el maestro Figueredo logró decir:
- ¡Pero no me robaron la música!